Han pasado cuatro meses desde mi última entrada. No soy persona de método y sí mucho de sensaciones, experiencias y hasta pasiones. No espere nadie encontrar aquí algo objetivo, teórico, impersonal. No sé si por demasiado ego o por poco, el caso es que asumí ya hace tiempo que no soy capaz de parcelar casi absolutamente nada; por lo que mi vida política, personal, laboral, virtual suele entremezclarse a menudo. Dicen las mentes preclaras que eso es una carencia, porque el marxismo es análisis, rigor y propuesta científica. Sea como fuere, la que aquí escribe tiene la profunda convicción de que el comunismo nace, antes que nada, de la fraternidad, de la capacidad de empatizar, de ser capaces de ponerse en el lugar de los demás. Por eso, me rebelo ante la noción fría y descarnada que se pretende imponer del comunismo y apelo a la necesidad de unir razones y afectos, de ser humanos, demasiados humanos (parafraseando la obra de Nietzsche). Baste lo expuesto para aclarar que lo que aquí se cuenta es únicamente mi relato personalísimo del encuentro, ni más, ni menos. Además, después del desierto político por el que deambulo últimamente, me satisface mucho volver a sentir la necesidad de escribir y compartirlo. Allá voy.
Por fin
llegó el 26 de septiembre. Llevaba tiempo esperando la cita, lo que en mí puede
ser bastante contraproducente, dado mi irrecuperable talante adolescente. Muchas
elucubraciones, demasiadas conjeturas, alguna esperanza y una curiosidad
infinita. A todo esto había que sumar la parte humana, que como ya he dicho, para mí siempre es la
esencial. Por fin iba a desvirtualizar a gentes que llevaba tiempo queriendo
conocer, especialmente, a Vigne y a Marat. Así que me levanté con todas las
ganas del mundo, pero también con todos los reparos habidos y por haber.
Llegué al punto de encuentro y comenzaron los saludos. Gentes con las que me
reencontraba, gentes a las que ponía cara después de muchas conversaciones
y gentes de las que no sabía nada, salvo que acudían a un encuentro que iba
dirigido a comunistas. No deja de sorprenderme que, a pesar de toda la mala
prensa y la propaganda en contra, siga habiendo gentes que se identifiquen como
comunistas. Me sorprende, me alegra, me esperanza porque resistir es vencer y tal cual está el mundo
hoy en día en el que el neoliberalismo (el liberalismo de siempre, por otro
lado) va apoderándose de todo y de casi de todos, sin embargo, sigue habiendo “incautos” que
defienden la necesidad del comunismo.
He
de reconocer que mi tendencia al pesimismo existencial, la historia de las organizaciones
comunistas y mi nula creencia en la posibilidad de un cambio real a corto o
medio plazo me hacen ser excesivamente escéptica e incluso burlona cuando
escucho ciertas palabras rimbombantes y ciertas expresiones. No puedo dejar de
reivindicar la actitud política de ser de
mortadela con aceituna, lo que me hace alejarme de algunos planteamientos porque los entiendo viciados por costumbres que creo que
nos aíslan, más que otra cosa. No obstante, no ahondaré más en ello porque el
caso es que, incluso a mi pesar, las sensaciones positivas iban aflorando de
forma natural en mí.
Al
principio, todo parecía lo de siempre: un grupo de gentes que
cogen la palabra porque les encanta escucharse a sí mismos y, sobre todo, que
el resto les escuchen y les admiren. Lo siento, pero en las reuniones políticas
me da la impresión de que se escucha poco y se habla mucho. Pero me sorprendió
gratamente que todos hablaran de forma positiva hacia la iniciativa. Es más, en
algún momento aquello parecía una catarsis, se sentía la necesidad de
reencontrarse con gentes semejantes, de saberse muchos más de los que siempre
pensamos ser. Sólo eso ya es positivo y ya hacía que el encuentro mereciera la
pena porque, como señaló una compañera, creo recordar que dijo llamarse Carmen, el
capitalismo nos iba ganando por goleada porque nos había metido dos goles: el
individualismo y el consenso. Y así es, si hasta los comunistas tienen
problemas para empatizar y confraternizar, apaga y vámonos; puesto que, en mi
modesta opinión, el comunismo nace de una idea básica: tomar conciencia de que
juntos somos más fuertes y organizados podemos llegar a ser imparables. Por tanto,
mal vamos si entre comunistas no somos capaces de ir tendiendo puentes y
tejiendo redes.
Otra
compañera de Granada hizo que por fin entendiera que aquello iba realmente
conmigo. Era una comunista del ámbito rural y expresaba la necesidad de que los
compañeros de Madrid entendieran lo difícil que es pensar y vivir intentando
ser coherente estando en la soledad más absoluta. Y
llegamos así al mismo punto con el que casi
iniciaba la crónica, cuando os contaba que allí se podía palpar las ganas de
encuentro, las ganas de saberse más, las ganas de poder construir un espacio
que se identifique como comunista. Un espacio que reivindique con orgullo su
historia de lucha, que haga visible la lucha de clases y se sitúe claramente de
parte de los trabajadores y trabajadoras. De hecho, así comenzó el encuentro,
con un minuto de silencio para recordar los últimos fusilamientos del franquismo, con una defensa de los sindicalistas que están siendo perseguidos y con
un afectuoso recuerdo de Alfon. Como primera toma de contacto, pues, resulta
muy positivo que la sala se llenase, que se quisiera seguir por ese camino
iniciado y que se hiciera evidente que sólo desde lo colectivo podremos
construir ese contrapoder necesario para enfrentarse al Capital.
Era
el primer encuentro y está todo por hacer y construir, aunque yo salí con ganas
de más y creo que la gran mayoría también. Me gustó el sosiego que muchos
transmitían, las ganas de hacer las cosas sin prisa pero sin pausa, la apuesta
por un espacio (me parece muy acertada la fórmula porque no encorseta y recalca
la necesidad del encuentro, de practicar la verdadera camaradería) al margen de lo
electoral y con la idea de poner el acento en lo concreto, en las luchas que
tenemos la obligación de afrontar y de cómo afrontarlas. Por supuesto que queda
muchísimo por hacer, pero empezar a caminar es a veces lo más costoso y esto ya
se ha hecho.
Para
terminar, no quisiera dejar pasar la oportunidad de apuntar una crítica que hago con la intención de que sea constructiva. Los espacios públicos tienen un sesgo patriarcal que
debemos conseguir cambiar. Hace falta, para ello, más mujeres que se atrevan a
participar y, a la par, buscar fórmulas que posibiliten que nosotras nos sintamos
con el respaldo suficiente para atrevernos. ¿Cómo? No sé, no tengo ninguna
varita mágica, supongo que será un tema de reflexión colectiva que deberemos
abordar porque la revolución será feminista o no será.
Queda por tanto patente que es posible apartar los prejuicios, los recelos estúpidos y que ya va siendo hora de ponernos a practicar lo que decimos defender: la construcción colectiva del pensamiento y la unidad de acción. Seguimos.